Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1880-1881 (Cortes de 1879 a 1881)
Sesión: 19 de enero de 1881
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 13, 240-242
Tema: Contestación al Discurso de la Corona

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Sagasta tiene la palabra.

El Sr. SAGASTA: Voy a ser muy breve, Sres. Diputados, porque es tarde, y además porque, ya lo sabéis, en vacilando vosotros tenemos resuelta la cuestión y hemos salido del paso, según las últimas palabras que ha pronunciado el Sr. Presidente del Consejo de Ministros.

El Sr. Silvela nos dijo que no quería entrar en la discusión del punto en que fue por mí aludido. No lo necesitaba S. S. Intelligenti, pauca. Me basta con lo que ha dicho S. S.; y me basta mucho más recordando ciertas palabras que S. S. pronunció en este sitio, que tienen gran relación con las que ha pronunciado hoy. Las palabras de S. S. se referían a una situación pasada; las mías se refieren a la situación presente. No es esto un gran triunfo para el Sr. Presidente del Consejo de Ministros: yo lo único que siento es que la disciplina la lleve S. S. tan allá para cosas graves, cuando puede prescindir de ella para otras cosas que son graves también; porque si S. S. está dispuesto a hacer disidencia por la cuestión de alcaldes, no comprendo el motivo que le impida hacerla también por cuestiones más graves y trascendentales, que dan lugar a peligros y riesgos muy grandes. Pero sea de esto lo que quiera, importa poco; en el programa de S. S. está la disidencia, y bien marcada. Podrá congratularse el Sr. Presidente del Consejo de Ministros por contar entre sus amigos y correligionarios al Sr. Silvela; pero yo no estaría muy satisfecho con un correligionario que me da su voto y me ataca con su palabra.

Si hubiera sabido que el discurso de la Corona estaba escrito por el Sr. Cánovas del Castillo, no hubiera dicho lo que he manifestado del mismo. La verdad es que los periódicos dijeron que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros iba a escribir el discurso de la Corona; pero yo cuando lo leí dije: esto no lo ha escrito el Sr. Cánovas del Castillo, porque el Sr. Cánovas del Castillo lo sabe hacer mejor; y creí que en aquella ocasión los periódicos se habían equivocado, como tantas otras veces que atribuyen a S. S. actos y propósitos que luego no resultan ciertos. Siento, pues, haberme equivocado; porque si hubiera sabido que realmente S. S. era el autor, no lo hubiera calificado de la manera que lo hice; primero, por no dar a S. S. ese disgusto; y segundo, para no tenerle que tachar de mal maestro, pues se hubiera ahorrado una lección que me ha querido dar, y que yo no puedo admitir por no ser propia ni para un muchacho que empiece a aprender gramática. El verbo pasivo apercibirse, en el sentido que yo lo he empleado, señor maestro, lo pudiera haber empleado Cervantes sin detrimento de la lengua castellana. (Rumores y risas en la mayoría.) Ninguno de los que se ríen debe haber leído a Cervantes. (Nuevas risas.)

Está S. S. verdaderamente desgraciado cuando trata la cuestión de la Constitución de 1876. Todo el espíritu de la de 1869 cabe perfectamente en la Constitución de 1876; todo es según la interpretación que se le dé. En la cuestión más importante, en la cuestión religiosa, por ejemplo, no sólo cabe en la Constitución de 1876 lo establecido en la de 1869, sino que acaso se puede ir más allá con la de 1876, porque se puede ir hasta la libertad absoluta de cultos, a donde no se puede llegar con la Constitución de 1869. Lo que hay es que cada partido puede interpretar la palabra manifestación como lo tenga por conveniente: todo se [240] reduce a esa cuestión de interpretación; y tanto es así, que cuando se trató este punto, versó todo el debate sobre la interpretación que había de darse a esa palabra. Nosotros hemos sostenido cuando se discutió la Constitución, cuando la aceptamos y cuando declaramos que podíamos gobernar con ella, que la desenvolveríamos, especialmente en su título 1º, de la manera más lata que permitiera nuestro estado social y la seguridad de las altas instituciones.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros quiere suponer que S. S. fue absolutamente irreconciliable con la revolución de 1868. Su señoría está desmemoriado, y a mí me bastaría para probárselo recordar la participación que tuvo en la votación del Rey; porque para protestar contra ese acto pudo hacer S. S. lo que otros hicieron: otros Diputados protestaron ausentándose y no tomando parte en la votación, como que tomar parte en la votación es admitir la legitimidad del acto; aun votando en blanco se influye en la votación, porque también los votos en blanco han de computarse para la mayoría. ¿Cuándo ha visto S. S. protestar de una votación votando?

Pero aparte de esto, ¿es verdad o no, Sr. Cánovas del Castillo, que S. S. votó como Regente del Reino al Sr. Duque de la Torre? ¿Sí o no? ¿Votó S. S.? Pues ahí tiene un acto de la revolución, y de los más importantes, en que S. S. tomó parte; eso era el reconocimiento de la vacante del Trono. Así, pues, no debía S. S. haberse incomodado conmigo porque le atribuyera un hecho que al fin y al cabo era cierto y no tenía nada de particular. Y yo no quiero decir a S. S. lo que a propósito de la votación y de las protestas que S. S. hizo, a las cuales se ha referido estar tarde, dijo un insigne orador: "Lo que hizo el Sr. Cánovas del Castillo fue levantar a media asta la bandera de la restauración. " Me hace gracia la opinión que sobre las revoluciones tiene el Sr. Presidente del Consejo: cuando se trata de un movimiento militar que a él le haya aprovechado, no es una revolución, sino la expresión enérgica de la voluntad del país; pero si se trata de una verdadera revolución, entonces la anatematiza y procura declinar toda responsabilidad en ella.

Decía S. S. que la situación creada por el acto militar del 3 de Enero que disolvió las Cortes, y el Gobierno que del mismo nació, pudo lícitamente ser destruido por otro acto militar; y S. S. añadía que era una razón más para esto la de que el general que lo llevó a cabo estaba separado por aquel mismo Gobierno. Esto precisamente es lo que sucede con el general que levantó la bandera de la restauración en Sagunto. ¿Qué consecuencias no podrían sacarse de la extraña doctrina de S. S.? ¿Qué cargos no lanzarla S. S. contra nosotros o contra todos los que quisieran combatir la situación por tales medios?

No, no se puede hacer eso: o hay que condenar todas las revoluciones, o admitirlas todas; pero admitir las sublevaciones militares y condenar las demás, eso no, porque yo sostengo que son peores los alzamientos exclusivamente militares, toda vez que los otros pueden tener mejor sus raíces en el país mismo. Yo no hago distinciones: o condeno todas las revoluciones, o las admito todas.

Yo he hablado de las irregularidades como síntoma y síntoma grave; no hay nadie que no las considere así. Ya sé yo que el Gobierno no tiene la culpa, y he tenido buen cuidado de advertirlo en mi discurso. He hablado de las irregularidades como síntoma; pero todavía no he dicho lo que quizá podría decir, y es la causa de ese síntoma. Es posible, y yo lo entrego a la consideración del Gobierno y del país, es posible que esto tenga alguna relación con el personalismo que invade todas las esferas, que atropella todas las conveniencias y que va tomando un verdadero carácter de violencia: ese personalismo se refleja indudablemente en el caciquismo que se siente en todas partes, que en todas partes influye, incluso en los tribunales, que lleva la perturbación moral a todos los ánimos, y que trae los resultados que hay siempre que esperar de sociedades que no están asentadas en los principios de la justicia, del derecho y de la equidad.

Entrego al Gobierno y a la consideración del país esta observación. Cada vez que habla el Sr. Presidente del Consejo de Ministros de la paz, nos da sobre ella una nueva idea. Según las palabras dichas aquí por S. S. relativamente a este punto, la guerra ha concluido por sí misma; no ha habido necesidad ni de soldados, ni de jefes, ni de oficiales, ni de nada; con el advenimiento de D. Alfonso XII y la política del Gobierno ha desaparecido la guerra.

Sin embargo de todo, ¿se nos puede hacer cargo a nosotros porque no acabamos la guerra? ¿Se olvida que estuvimos solamente once meses en el poder? Que en el Centro tomó incremento la guerra civil: cierto es esto; pero no olvide S. S. de qué manera atendimos a esta gran necesidad. Antes de salir del poder nosotros habíamos mandado al otro lado del Ebro todas las fuerzas militares que había disponibles en España, inclusos los carabineros y la Guardia Civil, y sólo quedó en Madrid el batallón de escribientes del Ministerio de la Guerra, cosa que no se atrevería a hacer ahora el Ministerio. Y ahora recuerdo que si fuera verdad que el carlismo estuviera en gran mayoría en España, como dijo ayer el Sr. Cánovas, no hubiera sido posible que hubiéramos dejado sin un sólo soldado todas las provincias de España desde el Ebro hasta Cádiz. Esto pudimos hacerlo nosotros; pudimos disponer de toda la fuerza militar, de todos los carabineros y de toda la Guardia Civil, sin que en todas esas provincias de España se levantara la más insignificante partida. Si hubiera estado en mayoría el partido carlista, como ha supuesto el Sr. Cánovas del Castillo, ¿qué nos hubiera sucedido? Siendo Ministro de D. Alfonso XII, y en el estado de normalidad en que se encuentra el país, seguro es que no se atrevería a dejar en Madrid como única fuerza militar un batallón sólo y el que menos carácter militar tiene, ni a dejar tampoco todas las restantes provincias de España sin un sólo soldado. Ya se ve, nosotros teníamos esa idea respecto del carlismo; nosotros no creíamos que era tan potente; ahora ya nos andaríamos con más cuidado después de la importancia que le ha dado el Sr. Cánovas. No, yo no comprendo por qué S. S. ha dicho esto que no quiero enlazar con la tolerancia, con las flaquezas que este Gobierno tiene con el partido neo-católico, sin duda con el propósito estéril de destruir la bandera liberal, para lo cual acaso también ha arrebatado a una niña el principado de Asturias, poniendo en duda la legitimidad que entonces defendíamos nosotros combatiendo con los carlistas.

Yo nunca he creído que el carlismo estuviese en mayoría en este país, pues ni aún cuando vivía Fernando VII las ideas absolutistas pudieron sostenerse sino con los horrores que todos recordamos: manteniendo un cadalso en cada plaza y una horca en cada calle. Sólo por el ter- [241] ror pudo sostenerse aquella situación. Y muerto Fernando VII, ¿qué pasó? El ejército creyó de su deber dar el grito de " ¡Viva Isabel II! " pero era insignificante. En cambio, toda la parte oficial, toda la parte importante por su número, que eran realistas, estaban con Don Carlos; y a pesar de todo, los liberales vencieron. No es cierto eso, y esas palabras son debidas sin duda a la ligereza que S. S. sin motivo nos atribuye a nosotros.

Por lo demás, Sres. Diputados, el Sr. Cánovas del Castillo dice que debe continuar en el poder. Continúe S.S.; ya lo dije antes; es lo cierto que muchos de los suyos, votando, condenan sin embargo la política de S. S.; es lo cierto que todos los días hay segregaciones en la mayoría. Continúe S.S.; en último resultado S. S. recordará a aquel famoso castellano que encerrado en su castillo, perseguido por sus adversarios, cada vez más débil por las deserciones que sufría, y falto de víveres, contestó al que le aconsejaba que se rindiese: Cuando yo tomé la fortaleza, fue porque me propuse que me sirviera de sepultura. [242]



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